«He aquí, por tercera vez estoy preparado para ir a vosotros; y no os seré gravoso, porque no busco lo vuestro, sino a vosotros, pues no deben atesorar los hijos para los padres, sino los padres para los hijos. Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos.»
(2 Corintios 12:14-15)
Mientras más leo los escritos de Pablo, más puedo ver el amor de Jesús en él. Creo que él pensaba todo el día, cómo BENDECIR a los creyentes de la Iglesia Primitiva. Aún cuando planeaba visitarlos, su mente no estaba enfocada en cuáles serían las dificultades de su viaje (y si esas dificultades serían muy severas). Sino pensaba en el impacto que causaría su visita.
De la misma manera vivió Jesús. Él vivió cada día, pensando en los demás. Jesús nunca se levantó una mañana diciendo: “¿Qué haré el día de hoy? ¿Cómo me puedo hacer feliz?”. No, Él iniciaba Su día, diciendo: “Padre, Yo no he venido del cielo para hacer Mi voluntad, sino la Tuya. ¿A dónde quieres que vaya hoy? ¿A quienes quieres que ministre? ¿De qué manera quieres que me exprese?”.
Y como resultado, adondequiera que iba, removía cargas de opresión y destruía yugos. Las personas recibían ayuda, sanidad y liberación.
Jesús, literalmente se entregó por completo en beneficio de los demás, y Pablo hizo lo mismo. Es más, al igual que Jesús, él lo hizo con agrado, con pasión y con verdadero gusto. No lo hizo esperando algo a cambio. Su gozo, no provenía de lo que otros le dieran. Tampoco esperó que le agradecieran por el amor que él les brindaba. Si de alguna manera su sacrificio los ayudaba, él estaba más que feliz de hacerlo.
Ese tipo de gozo y alegría ilimitada, es el sello del amor verdadero. Cuando ese sello no está ahí no importa cuán buenas y generosas sean sus acciones, el amor incondicional no las respalda. De alguna manera, el egoísmo o el orgullo lo arruinan todo.
Cuando nos entreguemos por completo en amor, no nos importará el precio… pues en realidad nos regocijaremos al hacerlo. Seremos como los jugadores de hockey, desdentados y desfigurados; quienes juegan con tanta pasión que no se percatan del sufrimiento que padecen. De hecho, encuentran algún tipo de placer en eso. Le dicen a su oponente: “Ven, dame tu mejor golpe de todos modos te venceré”.
De esa manera debemos actuar ante la persecución del enemigo, entregándonos por completo al juego del amor divino. Y expresaremos lo mismo que Pablo: “¡Felizmente, me gastaré del todo por ustedes!”. Sufriremos penalidad, y reiremos. Nos sacrificaremos y sonreiremos. Entregando todo, en el juego por amor.